2020 Exposición Castillo de Argüeso.“La pintura nunca miente” o “Seducción” po Gabriel Rodríguez.
Flores cultivadas en su jardín, colocadas cuidadosamente formando figuras caprichosas, de equilibrio inestable, tan reales como imposibles, ordenadas en juegos de contrastes, de colores saturados, de lozanía y decadencia, de figuras geométricas imperfectas. Estalla la belleza de la imperfección. Carmen Van den Eynde es una pintora jardinera que utiliza medios variados, fotográficos, informáticos, pero siempre desde el punto de vista de la pintura. Por eso, en esta exposición, ha querido mezclar óleos y fotografías. Todo lo que aparece en sus obras, hasta la más pequeña espiga, pertenece, ha crecido en su jardín, en su huerto. Actúa en la fértil línea de otros famosos artesanos jardineros, como Monet en Giverny, Caillebote en su Petit Gennevillers, Bonnard en su Jardín Sauvage. Y, sobre todo, de las pintoras jardineras como Gertrude Jekill en Munstead Wood, Gabriele Münter en su casa de Murnau o Frida Kahlo en su jardín de la Casa Azul.
Si en las plantas el síndrome floral es el conjunto de estrategias, forma, color, tamaño, néctar, olor, útiles para desarrollar su poderoso atractivo, en Carmen Van den Eynde el síndrome floral se nutre de las imágenes que nos dejaron los grandes pintores flamencos y holandeses del barroco, que hicieron surgir de las tinieblas la turgencia y las sombras, el esplendor y la transitoriedad de las flores, como Jan Brueghel el Viejo, Ambrosius Borschaert, Osias Beert, Daniel Seghers, Balthasar Van der Ast, y, en España, Sánchez Cotán, Juan Van der Hamen, Juan de Arellano, Bartolomé Pérez o Andrea Belvedere. Y, sobre todo, las pintoras Clara Peeters, Margarita Caffi, Rachel Ruysch. Una luz fantasmal, irreal, deja aparecer las formas que se destacan sobre un fondo de obscuridad casi total. No es la luz que desde el ángulo superior izquierdo resbala sobre las formas y engendra los volúmenes. Es un fogonazo, una explosión de fuegos artificiales, tan intenso que en muchas ocasiones quema los primeros términos, para extinguirse de inmediato, para resumir lo visible a una estrecha franja de una reducidísima profundidad de campo. Los puntos más cercanos reciben una luz tan intensa que tiende a hacer desaparecer el color. Da la impresión de que los pintores del XVII hubieran utilizado parámetros fotográficos.
Pero, ¿cuál es el misterio de la belleza que atraviesa siglos y especies? ¿Cómo saben las flores que van a resultar atractivas para los insectos, los pájaros, los seres humanos? Para decirlo de una forma un poco provocativa: ¿qué tipo de perversión se esconde tras el hecho de que a los humanos de ambos sexos les atraigan los órganos sexuales de las plantas? ¿Cuál es el motivo de una unanimidad tan increíblemente extensa? He visto que algunos científicos manifiestan sorpresa por la evolutivamente temprana aparición de la preferencia por la simetría y por la belleza. ¿Qué sentido podría tener esta tendencia inútil? Sobre todo si consideramos que, desde la concepción romántica vigente, la belleza tiene fama de ser una emoción sin finalidad, desinteresada. Pero no es así. Poca veces tan interesada como en las flores, de cuyo atractivo depende la supervivencia de la especie. También para el contemplador es una relación interesada. Podríamos definir la belleza como la emoción provocada por la contemplación de un evento, un objeto en el que se manifiesta un sentido en la lejanía, por cercano que pueda estar ese objeto. La apreciación estética del aura de la obra de arte es el sentimiento provocado por la manifestación irrepetible de una lejanía de sentido (Benjamin). Se ha demostrado que se estimulan los mismas áreas cerebrales en el momento “ajá” del descubrimiento y en el de la emoción estética. La apreciación, de una forma global e inmediata, de que algo tiene un sentido en la lejanía, inexpresable en primera instancia, puede ser fundamental, evolutivamente, tanto para la supervivencia del individuo y de la especie, como para, posteriormente, el mantenimiento de la creatividad.
La belleza aurática suele evolucionar culturalmente hacia una forma de belleza admitida, clásica, normativa. A la vez, podemos decir que cualquier canon establecido procede de formas de belleza aurática. El manto de la belleza aurática (no podría ser de otro modo) se extiende sobre todas las manifestaciones del arte actual. En las flores, lo que es atractivo es el propio núcleo magistral de la atracción, el mecanismo de la seducción. Hay algo muy global, profundo, ecológico, relacional, en las cualidades de los colores, de los olores de las flores, en el atractivo del olor a tierra mojada, en las funciones de las hormonas florales.
En su trabajo, Carmen Van den Eynde recupera la emoción de aquellas explosiones barrocas de color y sensualidad, y les añade nuevos contenidos. Hay un fuerte ambiente onírico en estas flores fantasmales que aparecen llenas de carnalidad, obscenas, seductoras, colocadas alrededor de un vacío central que señala la importancia de ese fondo obscuro que las disuelve inmediatamente después de dejarlas manifestarse. Una luz irreal, muy trabajada, señala el espacio del cuadro dentro del cuadro, donde todo es posible, donde la evidencia se transforma en misterio. La flor revela su textura íntima, su carnalidad, la estructura de su fragilidad, nos habla de la vida y de la muerte, de la exuberante sensualidad transitoria, efímera: “¡Embriagaos sin cesar! Con vino, poesía o virtud” (Charles Baudelaire). Embriagaos de melancolía voluptuosa. Las flores nos hablan de temas fundamentales, nos transmiten una reivindicación de la vida vegetal, nos envuelven en valores ecológicos, nos ofrecen una unión sentimental a la naturaleza. “La flor expresa una resolución vegetal obscura. (…) es a las flores en general (…) a las que uno atribuye el extraño privilegio de revelar la presencia del amor” (Georges Bataille). Carmen Van den Eynde nos deja ver, más que las imperfecciones, los incidentes ocultos de la belleza, unas formas en las que se mezcla la acuidad con el misterio, un velo de sombras que estalla. Carmen Van den Eynde traza un arco de amplio recorrido, históricamente, por medio de su obra, congruente con el otro arco vital deslumbrantemente amplio: el que recorre la capacidad de seducción de las flores. Gabriel Rodríguez
JARDÍN FLAMENCO. El mundo multicolor de las flores es el protagonista de las espléndidas fotografías de Carmen Van den Eynde por Marcos-Ricardo Barnatán
En esta exposición se presentan unas originales fotografías de la artista española Carmen Van den Eynde (Torrelavega, Cantabria, 1947). Sus comienzos fueron como pintora de retratos y paisajes, discípula del pintor realista Antonio López que fue su maestro en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando.
Mas tarde practicará una serie informalista de la que volverá a una figuración narrativa de inspiración mitológica con citas clásicas y barrocas.
Un pasado que sin duda influirá de forma notoria en la concepción de estas magníficas obras fotográficas en las que las flores y frutos de su propio jardín son las protagonistas principales.
El proceso de trabajo de Carmen Van den Eynde comienza con el cuidado de ese jardín, donde cultiva, con la ayuda de su marido el también pintor Alfonso Galván, las especies con las que luego compondrá las guirnaldas y naturalezas muertas de sus vivísimas fotos.
La variedad de flores es muy grande, son principalmente bulbosas de invierno: tulipanes, jacintos, anémonas, lirios, intercaladas con vivaces, vinca y myosotis, además de flores silvestres cultivadas de semillas recogidas del campo, como el lino o las amapolas.
De este jardín, crecido en las afueras de Madrid, surgen las composiciones ornamentales de inspiración flamenca que hacen tan particulares estas luminosas y placenteras exaltaciones de la naturaleza.
La precisa combinación de flores y frutos, colocados tan cerca de la mirada del espectador que notamos gotas de agua o restos de tierra, con el trasfondo pictórico de los maestros flamencos del siglo XVII que transpiran sus trabajos, los hacen únicos e impactantes.
El conocimiento botánico y de la práctica de la jardinería, dos condiciones indispensables para que Carmen Van den Eynde realice sus espléndidas fotos, con una técnica muy particular que no desvelaremos. Invito a todos los amantes de la fotografía y de las flores a acercarse a esta excelente exposición. No quedarán defraudados. Marcos-Ricardo Barnatán
1984- Exposición en el Museo de BBAA de Oviedo. La pintura de Carmen Van den Eynde por Javier Barón.
La última generación de pintores de Cantabria, constituida por los nacidos en los años cincuenta, ha decantado con claridad su quehacer en pos de las últimas corrientes. Se advirtió así, en su obra, la sucesiva adopción de los procedimientos de soporte-superficie-a finales de los setenta, abstracción cromática-a principios de los ochenta y figuración neoexpresionista -a partir de 1983-. Pero al lado de este conjunto, cada vez más nutrido, de artistas, deben considerarse aquellos otros que, nacidos en el decenio anterior, no tuvieron ocasión de adscribirse con tanta rapidez durante su primera juventud, a las que entonces eran modas últimas, ignoradas o sólo conocidas por unos pocos en España.
Por otro lado, la inexistencia en Santander de una vanguardia pictórica continuada pues el relativamente numeroso grupo de artistas santanderinos, nacidos casi todos en los años veinte, se forman y pintan fuera de la región, supuso para estos pintores dos decenios más jóvenes, el más absoluto vacío a la hora de arraigar su obra en algún punto de apoyo sólido. Ante esta situación, el único camino que se presentaba con el suficiente atractivo para los artistas de mayor vocación seguía siendo el que pasaba por Madrid. Y en Madrid, la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, donde Antonio López era el profesor de mayor ascendiente, lo que determinó una fuerte influencia de su estilo sobre sus alumnos más dotados, y, entre los cántabros, Celestino Cuevas (1943), Eduardo Gruber (1949) y Carmen van den Eynde (1947).
De los tres era la última la que se adhería a unos valores más subjetivos y hasta intimistas, ya presentes en los retratos y paisajes que realizara en Torrelavega antes de trasladarse a Madrid o durante los veranos. Sin embargo, pronto variaría su estilo para pasar, a mediados de los setenta, a un informalismo muy denso, en tonos sepia, representado en la serie que la artista denomina De los basureros. Después de otras series, también informalistas, y después de períodos de silencio creativo, vuelve a sentir la necesidad de una pintura narrativa. Y para ello utiliza, como vehículo por excelencia de la narración, el tema mitológico. Apoyándose en figuraciones clasicistas o barrocas incorpora los esquemas compositivos de Tiziano o Tintoretto, pero esta fascinación por el pasado clasicista llevaba en sí misma un germen neorromántico. No había pasado inadvertida a la artista la lección de alguno de los últimos paisajes con figuras de Poussin, ni tampoco ciertas interpretaciones de Delacroix que profundizaban en el carácter dolorosamente trágico de la mayoría de los mitos. Así ocurría en temas como Orfeo y Eurídice, Edipo y la Esfinge, La muerte de Acteón, Apolo y Dafne, entre otros muchos presentados en la exposición de 1983 en el Museo de Bellas Artes de Santander.
También allí se advertía una cierta voluntad expresionista que, entonces incipiente, se halla ahora totalmente decantada. La pincelada suelta, que se ondula en las figuras y se emborrona en grandes trazos aglomerados en las masas boscosas, tiene un valor principal y decisivo. Su vitalidad preserva a estas pinturas de la rigidez heráldica que tiene el tema mitológico en artistas como Christopher Le Brun.
También los fondos de fresca naturaleza son importantes. Nunca está del todo ausente cierta referencia al natural y, de hecho, la artista a menudo se inspira en fotografías que ella misma toma, como base para sus bocetos de composición. La misma realización de numerosos bocetos, que tienen, como prueba la presente exposición, valor en si mismos, pero que sirven también para cuadros posteriores, es índice de un estudio de la composición en términos próximos a los clásicos. Así, tanto la frescura de sus fondos paisajísticos, como la naturalidad de la composición, son rasgos que independizan totalmente su arte del de un artista como Gerard Garouste con el que alguna vez se ha comparado, aunque comparta con él el carácter mitológico de los temas y cierto sentido demoníaco de las figuras, mucho más lúgubres en el artista francés.
Es precisamente este último rasgo, ese carácter de angustia y de opresión, el que aparece más evidente en la presente muestra. Puede hablarse de una auténtica apropiación de los temas por parte de la artista pero no en un sentido de juego formal, como es costumbre hoy entre los pintores, sino de médium expresivo, y aun anímico. De esta manera, incluso temas aparentemente inocuos como los jardines de Aranjuez, o sus motivos decorativos, adquieren una fuerte carga emocional. A ello no es ajeno el citado proceso de apropiación del motivo, en primer lugar a través de su fijación mediante la cámara fotográfica como recurso para captar y hacer totalmente suyo el tema.
Vienen luego los bocetos, manipulando las composiciones fotográficas y ayudando a seleccionar lo que más interesa. Pero sobre todo, ante el acrílico final, la artista no trata de trasladar a él el boceto, sino de crear, a partir de la previa experiencia acumulada respecto de ese motivo concreto, una interpretación tan libre como el boceto mismo, como la frescura misma del trazo prueba. Javier Barón.